abril 15, 2013

"El Paso del Diablo" [por Luis Zaldivar (México)] [Escritores Invitados]

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ESCRITORES INVITADOS
Por Luis Zaldivar
(cuento extraído de la compilación "IRBU²")





"El Paso del Diablo"

Así se le llama a uno de los tramos de carretera más peligrosos del país, por la cantidad ingente de accidentes y percances vehiculares que han ocurrido en ese lugar en particular. Consiste en un tramo recto de alrededor de 500 metros, y luego una curva, no tan pronunciada, dónde antes existía un puente de peatones, que servía para conectar dos partes de un solo pueblo, que ahora está abandonado. Dentro de la recta y la curva, es dónde se han presentado el mayor número de accidentes, muchos de ellos a velocidades mayores a los 150 km/h, siempre con resultados fatales. En 40 años de investigaciones, alrededor de 150 accidentes en auto, otros 120 en motocicleta y 56 a transeúntes han sido los detonantes necesarios para que este sitio haya sido considerado como “el más peligroso del mundo” en cuanto a vialidades.

Violeta caminaba de camino a su casa, de un lado al otro del pueblo. Esa noche, la carretera lucía un poco vacía, a excepción de unos cuantos coches que pasaban por la curva, hechos una verdadera ráfaga. A la muchacha no le importaban esos detalles, ciertamente peligrosos, y decidió cruzar por debajo del puente peatonal, sólo por ahorrarse el esfuerzo.
Violeta observó el primer tramo, segura de que los autos no pasaban. Se acercó a la orilla de la carretera, silenciosa y solitaria, más oscura que ningún lugar en aquel enorme paraje vacío en la noche. Puso sus pies encima del frío asfalto, y fue como si una corriente fría recorriera sus extremidades. Era extraño, porque no debería sentirse tal cosa. Siguió caminando, y el aire soplaba tal cual invierno en plena primavera. La muchacha sintió frío, y metió sus manos entre las bolsas de su suéter tejido.
A través de la carretera, parecía escucharse un murmullo extendido, el sonido de varias personas, cómo si viniera caminando por ambas partes, en una gran manifestación. Violeta no vio a nadie. Las voces se hicieron menos intensas, el murmullo se fue apagando, y sólo quedó la voz divertida de un niño, que se fue acercando desde abajo del puente peatonal, como si hubiese estado esperando ahí desde hace mucho.
Aquel niño, vestido a la manera antigua, con un hermoso trajecito blanco de marinero, su gorrito redondo con un canalito por encima, y muchas borlas de colores adornando el gorro y las mangas, miró a Violeta con un rostro divertido pero indiferente. Le sonrió pícaramente, esperando a que ella le pidiera jugar con él o algo. Dejó su mano izquierda detrás de su espalda y con la derecha empezó a pellizcarse la mejilla.
-¿Cómo te llamas?-, le dijo Violeta, acercándose a él. Ni siquiera se había dado cuenta que estaba a la mitad de la carretera. El niño no se acercó demasiado, pero la siguió viendo con un rostro muy tierno, cómo si tuviera curiosidad de ella.
-Me llamo Set…
La voz de aquel niño era dulce como las de los demás niños, pero un poco más tranquila, no tan juguetona. Miró a Violeta de nuevo, pero ahora se guardó la mano derecha de nuevo detrás de su espalda. Sonreía de oreja a oreja, y Violeta le dedicó también una sonrisa.
-Qué curioso nombre para un niño tan lindo. Yo me llamo Violeta. ¿Qué haces solito aquí a estas horas? Si quieres podemos ir a tu casa, tus papás han de estar muy preocupados. ¿En qué parte del pueblo vives?
Violeta se acercó, ofreciéndole a Set la mano para acompañarlo. El niño estiró su mano izquierda, y se aferró con fuerza a los dedos de la muchacha. Ella sintió el tacto de la tersa piel del niño en la suya, pero se sentía fría, cómo si la temperatura del niño recorriera su mano hasta la de ella.
-No vivo en el pueblo. Mi hogar es abajo del puente. ¿No quieres venir?-, dijo el niño, con una vocecilla demasiado tierna, rematando con una carcajada.
Violeta frunció el ceño, y la mano del niño le estrujó un poco los dedos. Ella asintió, un poco nerviosa, pero si el niño estaba perdido, tendría que hacer lo que él le pidiera para después llevarlo con su familia. Es la forma de tener tranquilos a los niños traviesos.
Set la llevó hacía la parte más cercana del puente peatonal, debajo de las escaleras. Del otro lado, pasó un automóvil a toda prisa, y Violeta alcanzó a ver el destello de la pintura color rojo a través de la oscuridad, y de las luces desapareciendo más allá de la curva.
Cuando se encontraron debajo del puente, la oscuridad ahí parecía un poco más profunda, pero Violeta alcanzaba a ver de manera perfecta a Set, con su trajecito blanco que parecía brillar con luz propia, cómo si no necesitara de las luces de los faros para encenderse.
-¿Y cuántos años tienes pequeñito?-, le volvió a preguntar Violeta.
Set la miró, con ojos extraños, y alzó los hombros.
-No lo sé, llevo tanto que no sé…
Y otra carcajada infantil. Violeta empezaba a asustarse por eso que consideró un juego de niños.
-¿Y qué haces tan tarde en la calle?
-Salí a comer. Pero te vi, bueno, mi familia te vio, pero me mandaron a mí para venir por ti. Eres muy linda, todos lo estaban diciendo…
Violeta recordó los susurros que desaparecieron cuando el niño se acercó a ella. Al parecer, esa criaturita no venía sola, o al menos lo creyó, porque ni siquiera debajo del puente había alguien. Recordó de aquellas veces dónde escuchaba historias en dónde los niños eran usados por maleantes y secuestradores para distraer a los incautos, antes de cometer sus fechorías.
La muchacha sintió miedo, pero no era algo que de verdad pudiera preocuparla. Al menos no en ese sentido… Set se arrodilló en la oscuridad, y buscando la tierra removida debajo de sus pies, metió los dedos. Parecía como si estuviera preparando algo de comer, una masa o alguna mezcla extraña. Violeta se quedó ahí, de pie frente al muchachito, sin preguntar nada. La ponía nerviosa la idea de que nadie pudiera venir por él, que sus padres de verdad estuvieran preocupados por su desaparición. O peor aún, que sus padres estuvieran esperando en la oscuridad, listos para quitarle las pertenencias personales, o peor, para matarla…
-¿Qué estás haciendo?-, preguntó Violeta. Set ni siquiera levantó la mirada para contestar. Parecía demasiado concentrado en su actividad, como si fuera algo importante, que no pudiera esperar otro día.
-Nada. Tengo hambre…
En un instante, las luces de un auto que pasaba hacía ellos, por el lado más cercano al puente, iluminó por un instante el rostro del muchachito, antes de dar la vuelta en la curva. Por un instante, Violeta alcanzó a ver, en aquel pequeño niño, unos ojos rojos, enormes, perdidos en la inmensidad de una oscuridad, una oscuridad insoportable. Violeta pensó que había sido un efecto óptico de los faros del auto, pero ese reflejo, aunque sobrenatural, parecía demasiado normal en aquellos ojos rojos.
De repente, y como si fuera una extravagante coincidencia, otro auto, de un azul eléctrico, llegó corriendo del lado contrario de la carretera, dominando con cierta destreza la curva. Violeta sintió un leve cosquilleo en las plantas de sus pies, y pensó en lo peor.
Los dos autos, al encontrarse en la curva, empezaron a bambolearse, haciendo extrañas eses en el suelo, como enormes serpientes de metal. El auto azul eléctrico perdió por completo el control, y fue a estrellarse de frente con el costado derecho del otro auto. Inmediatamente, con aquel estrépito de metal y chispas, el auto azul se levantó, con la cajuela hacía el aire, y su toldo cayó sobre el del otro auto, haciendo un extraño sándwich de metal.
Cuando los dos autos se detuvieron. Violeta fue capaz de concentrarse en el percance. Del auto azul, el que estaba encima del otro, salía un cadáver, de la ventana del conductor, escurriendo sangre, que contrastaba con ese color oscuro sobre la piel. El otro auto, envuelto ya en llamas incipientes, parecía emitir su propia luz, y no se alcanzaba a ver ningún cuerpo dentro. La muchacha se compadeció de sus ocupantes, devorados por las llamas.
De nuevo, la misma sensación de que el suelo pareciera hecho de tela, una tela gruesa que se mueve por debajo de los pies de la gente. La muchacha miró hacia abajo, para percatarse de lo que estaba pasando. Y en efecto, el suelo se movía, como ondas como las olas del mar, hacía arriba y hacia abajo, algunas muy pequeñas, casi imperceptibles, y otras mucho más fuertes, en el espacio vacío. Incluso los soportes de metal de puente peatonal parecían rugir con cada movimiento.
Violeta miró a Set, pensando que el niño podría estar asustado con aquel espectáculo. Pero seguía ahí, de rodillas, con sus deditos sumergidos en la tierra floja. Los metía y los sacaba, como estirándolos, y parecía que, con su movimiento casi hipnótico, las ondas crecían más y más. Ahora sí, Violeta tenía razones suficientes para tener miedo.
-¿Quién eres?-, le preguntó a Set. Estaba completamente segura de que aquel niño, de apariencia agradable y muy tierna, no era lo que parecía. El niño miró de nuevo hacia arriba, con esos ojos negros, profundos, y sonrió.
-Ya te dije que no lo sé. Ven, te invito un bocado…
Sacó los dedos de entre la tierra, y las ondas parecieron desaparecer. Violeta se quedó en la oscuridad, sintiendo que el miedo le invadía cada una de las fibras de su cuerpo, llegándole hasta los huesos.
Set caminó, dando saltitos, hasta dónde estaba el accidente. Se acercó demasiado, y aunque Violeta pensó que a esa distancia no fuera soportable el calor, el niño no parecía inmutarse. Seguía caminando, lentamente cada vez que se acercaba más a las llamas. Lo que vio la muchacha le impresionó demasiado, que parecía que su corazón se detenía.
Set se agarró de los metales retorcidos, y a modo de escalera, comenzó a subir, subiendo, o mejor dicho, reptando hasta donde estaba el cadáver, con aquella sangre oscura sobre la piel ya quemada por las llamas. El muchachito se acercó, olfateando primero, como el león olfatea la sangre de su presa recién atrapada, y le arrancó un pedazo a aquella carne chamuscada. Violeta quería vomitar, y hasta desmayarse de la impresión.
Set siguió masticando la carne muerta de aquel cadáver, y con cada mordida, su aspecto cambiaba. De ser un inocente niño, ahora parecía tener un enorme hocico, alargado y un poco curveado hacía abajo, como el de un oso hormiguero. Detrás de su cabeza, empezaron a nacerle unas orejas, que no terminaban en punta, sino en un cuadrado, de un color negro. Los ojos ahora sí eran rojos, como la sangre, o peor, como las luces de los autos. Cuando la carne se termino, bocado a bocado de aquel hocico alargado, repleto de dientes por afuera y por adentro, aquel niño se bajó de regreso por dónde había venido. Violeta no tenía donde esconderse.
-Fue delicioso, desde la piel hasta el hueso. Lo hubieras probado, Violeta, no sabía tan mal. La carne de los humanos es la más dulce, ni siquiera la de los animales o la de los dinosaurios me había parecido tan deliciosa… Y aquí, este mismo tramo de carretera, va a ser mi nuevo hogar.
-¡Aléjate de mí, maldito monstruo!-, exclamó Violeta, pegándose más y más contra la columna de metal del puente. Set se acercó, con aquel hocico ensangrentado, y un olor demasiado nauseabundo, dibujando lo que parecía una enorme y desencajada sonrisa animal, con esos ojos rojos, uno a cada lado de la cabeza.
-Mira lo que puedo hacer… De aquí a la eternidad.
El puente empezó a vibrar, y los plafones de concreto comenzaron a quebrarse, cayéndose por pedazos. El metal se retorció, cómo si un fuego invisible lo derritiera por completo. Con un sonoro estrépito, el puente se cayó, pedazo por pedazo. Violeta alcanzó a correr, de regreso al pueblo. Aunque, en su mente, presentía que nada de eso acabaría bien, ni siquiera aunque ella pudiera conseguir ayuda.
Set no se preocupó por la muchacha ni por verla corriendo de regreso al pueblo. Movió las manos como manipulando el aire, con el movimiento de unos hilos invisibles entre sus dedos. Debajo de la tierra, nacieron grietas, dónde la tierra se hundía, como en un terremoto. Los animales que se encontraban en el borde de la carretera, entre los árboles y los arbustos, comenzaron a huir, y los que no se pudieron mover tan rápido, acababan muertos, sobre el suelo que empezaba a estremecerse.
Algunos árboles también cayeron por el movimiento de la tierra, y otros más viejos comenzaron a ennegrecerse, convirtiéndose en carbón. Después de algunos minutos, las luces de las casas de ambos pueblos empezaron  a apagarse, una a una. Set no alcanzaba a oír los crujidos de las paredes, desmoronándose, pero sí los gritos, de muerte, de sangre en el suelo, entre las grietas…

Es momento de regresar al presente, un evento que ocurre al mismo tiempo que el anterior, en el mismo lugar, pero en otro momento de la dimensión, por que el tiempo siempre ocurre, al mismo tiempo, en todos los tiempos, en el mismo lugar…

Joseph regresa ya tarde, en su automóvil, un modelo Fusion un poco pasado de moda, pero funcional. La carretera, de noche, ofrece una escenografía muy tétrica, con algunas luces encendidas aquí y allá, pero por lo general oscura, con parajes escarpados en algunos tramos y otros lisos, pero llenos de árboles espesos, que de día parecen bellísimos campos verde esmeralda.
De noche, Joseph tiene que tener cuidado, librando poco a poco las pequeñas curvas y los baches que se encuentre. La mayoría del trayecto hacía el lago es recto, pero no hay que fiarse de las apariencias, ya que en las sombras, la carretera esconde muchos secretos.
Un gracioso cartel hecho de madera indica el inicio de uno de los tramos más tramposos y peligrosos de la carretera:

PaSO DEL dIABLo
Tenga cuidado!!!

Joseph sonríe al percatarse del anuncio, el cual alcanza a divisar, a pesar de que en el auto la velocidad es baja, pero todo se pierde muy rápido, en especial lo más importante. El auto primero da una súbita bajada, cómo una montaña rusa, y luego sigue recto, en un camino lleno de grietas y pequeñas piedras que vadean todo el asfalto.
A lo lejos, a pesar de la oscuridad, se encuentra el pueblo, del cual solo quedan algunos tejados y paredes. A Joseph le causa asombro siempre ese efecto óptico. Es el de un pueblo en ruinas, siempre envuelto en una bruma blanca, que parece brillar débilmente con su propia luz. Él sabe que el pueblo antaño estaba dividido por la carretera, una enorme curva que divide al pueblo en dos, y que ha sido la causa de varios accidentes, desde hace muchos años.
Algunas ramas y piedras hacen un tanto dificultosa la marcha del auto de Joseph, pero él sabe lo que hace, ya que ha recorrido ese camino tantas veces que uno adquiere la práctica necesaria.
-Como acelere más, me voy a reventar unos dos neumáticos. ¿Por qué nadie se propone a limpiar este maldito lugar?-, dice Joseph, tratando de vadear una piedra grande de verdad llena de púas y filos alrededor.
El auto logra seguir su recorrido, con las luces bien apuntadas hacía delante, dividiendo las tinieblas de la noche. A lo lejos, después de un recodo, el inicio de la curva, se alcanza a ver el viejo puente peatonal, aquel que derribara el terremoto hace muchos años atrás, y que dejara al pueblo inhabitable.
Pero la tranquilidad de Joseph no dura demasiado. Frente a él, en el tramo de la curva que no alcanza a ver, se escucha el rugido inconfundible de una motocicleta, que se va acercando poco a poco, aunque aún no es visible. El auto de Joseph avanza poco a poco, un poco más rápido, un poco más lento, dependiendo del terreno. Y de repente, del lado visible de la curva, aparece la motocicleta. El conductor de la motocicleta advierte ya el reflejo de la carrocería del auto de Joseph, y empieza a tocar el claxon, de manera fuerte y escandalosa, cómo haciéndose notar.
-¿Pero qué le pasa a ese imbécil?-, reclama Joseph para sus adentros. Se detiene, por fin, a la orilla del camino, cerca de una de las columnas del puente derrumbado.
La motocicleta también se acerca despacio, como si de ese lado del camino hubiese más restos de escombros de lo que alguna vez fue un pueblo hermoso. Joseph apaga el motor, y espera impaciente, cosa de dos minutos, a que el conductor alocado de la motocicleta se acerque también a él.
De la motocicleta, de un color verde muy brillante se baja un hombre. Joseph advierte que es un hombre, por la complexión física y la altura. Trae un enorme cinturón de plástico, negro, con algunos compartimentos y bolsos miniatura.
Joseph baja un poco el cristal, sintiendo que la helada brisa se cuela hacía dentro del auto. Sonríe, a pesar de que el hombre solo se sube la víscera del casco en cuanto Joseph baja el cristal.
-¿Necesita algo? ¿Está perdido?-, le dice Joseph. El rostro del motociclista, a pesar de que está un tanto envuelto en las sombras, se dibuja severo, cómo preocupado.
-Baje del auto. No necesita gritar, nadie lo escucha…
El hombre de la moto, con un hábil movimiento de su mano derecha, saca de atrás una pistola, que parecía enorme contrastando con la oscuridad. Joseph abre los ojos, sorprendido de muerte, y sale del auto, despacio, tratando de no llamar tanto la atención, o de no convertirse en un blanco fácil del cañón de la pistola.
-No haga nada. Llévese el auto, pero no haga nada estúpido…
El motociclista sonríe, dándose la vuelta hacía la entrada del auto, ahora vacío. Joseph se aleja algunos pasos más allá, y con un movimiento rápido de la cabeza, se percata de que la moto está del otro lado de la carretera.
-La gente no siempre tiene suerte, compañero. Su auto es una verdadera porquería, pero me gusta. La moto se la puede quedar, vale menos que su asquerosa vida. Ahora, ¿valora tanto su vida como para no hacer nada en el momento en que me vaya?
Joseph asiente. La voz de aquel rufián se escucha tan seca, maldita, con un odio demasiado escondido en el fondo de su corazón, que no parece darle opción de nada. El hombre sonríe, con un gesto tan malvado como le es posible, y se sube al auto.
En el momento justo, antes de subir su pie izquierdo y cerrar la puerta, siente un tirón, como si Joseph se hubiera hecho el valiente para quitarle el auto. Pero el asustado conductor no está cerca de él, ni siquiera se ha movido. Al contrario, su boca se ha abierto, con una expresión de terror inconfundible, descomunal.
Algo más le está jalando al ladrón el tobillo.
Joseph alcanza a ver, a pesar de la oscuridad, lo que hay debajo de su auto. En un ángulo demasiado extraño, una enorme mano, de apariencia plana como un alga, se asoma desde la oscuridad, y en el extremo, cuatro dedos, con enormes garras, se aferra fuertemente del pie de aquel desdichado. El hombre, a pesar de llevar aún el casco en la cabeza, siente el jalón, y su rostro se ha convertido en una mueca de miedo.
La mano extraña, de un color púrpura muy descolorido, jala aún más fuerte, haciendo que el pie del motociclista se quiebre en una fractura. La media parte de su pantorrilla desaparece bajo el chasis del auto, y el hombre grita de dolor, tratando de agarrarse del volante, que da un pequeño giro, pero no es suficiente para mantenerse agarrado.
La fuerza de aquel brazo es descomunal, y en un momento después, el motociclista cae al suelo, de bruces, con un golpe que sofoca su aliento, y revienta uno de sus labios contra el asfalto, derramando su sangre. El casco se quiebra con el impacto.
Joseph mira toda esa carnicería desde lejos. La pistola del rufián le ha caído a lado de su pie derecho, con un golpe sordo. El motociclista siente de nuevo el tirón hacía dentro del chasis, y mira por última vez a Joseph, sintiendo miedo, por primera vez en aquella noche.
La criatura, o lo que fuera que estaba esperando bajo el auto, hace que el motociclista desaparezca debajo, junto a él. Los gritos del desdichado empiezan a retumbar, chocando contra las piedras como un eco terrorífico y de dolor. Joseph no piensa siquiera en lo que aquella cosa, o animal, le estuviera haciendo al que estaba a punto de quitarle el auto. De repente, con un estremecedor sonido como el de una rama que se rompe, los gritos dejan de escucharse. Un charco de sangre empieza a dibujarse debajo del auto. A Joseph le parece que la sangre es demasiado roja, casi escarlata.
El miedo, el miedo de verdad, puede paralizar a cualquiera, aunque tenga el corazón más fuerte y puro del mundo. Joseph permanece quieto, mientras aquella cosa, con un desgarro de dientes, destripa y lacera aquel cuerpo, su comida nocturna debajo de su auto. Sin pensarlo, Joseph toma la pistola, y apunta directo en el hueco oscuro.
No se escucha nada.
De repente, detrás del auto, del lado del copiloto, una enorme sombra aparece. Parece un extraño lobo encorvado, pero sostenido con las patas traseras. Una enorme cola le recorre el final de la espalda, y le arrastra por el suelo. Las manos, largas y planas, le arrastran por delante, y las garras le ayudan a impulsar un poco aquel enorme cuerpo. Su enorme cabeza es cómo la de los lobos, con un hocico alargado y chueco, y grandes y erectas orejas cuadradas. Uno de sus ojos, colocado al costado de su cabeza, se enciende en rojo, cómo los faros del auto de Joseph.
El muchacho, asustado y terriblemente pálido, apunta con la pistola hacía la enorme criatura, sintiendo que, en cualquier momento, con todo y su aparente enorme peso, aquella cosa le saltara encima, para devorarlo.
-¡Vete! ¡Vete ya!
La criatura parece sonreír, con aquel hocico repleto de dientes, y ante la amenaza de Joseph, se aleja hacía las ruinas del pueblo, con un trote pesado pero rápido, a pesar del tamaño de aquella criatura.
Joseph corre hacía el auto, tratando de no pisar el charco de sangre, aún fresca, y cierra la puerta. Intenta tranquilizarse. Dejando la pistola en el asiento de al lado, Joseph logra arrancar el auto, moviéndose despacio sobre el cadáver de aquel hombre. Siente los tumbos de las ruedas sobre las partes destazadas, pero no quiere mirar por el espejo retrovisor, manteniendo la vista al frente. El sudor frío le recorre la frente, y se aleja, cada vez más rápido.
Detrás, una cabeza dentro del casco roto rueda hacía la mitad de la carretera, perdiéndose en la oscuridad, mientras una enorme criatura olfatea dónde antes estuviera un ojo…

Y de nuevo, el tiempo pasará, en el mismo lugar, en el mismo instante, siempre y por siempre…

El autobús dónde viajarás al lago se tambalea un poco, en un tramo recto directo en la carretera. Ninguno de tus compañeros de escuela se dará cuenta de ese pequeño movimiento, tal vez por que estarán más acostumbrados a no sorprenderse con cualquier cosa.
De repente, sentirás un movimiento brusco, cuando se acerque el autobús a una enorme bajada. Tu cuerpo se despertará de tu letargo, y quitándote los audífonos de la música, te asomarás por la ventana.
Alcanzarás a ver, de repente, el cartel del lugar donde pasarás.
Estás en el camino inevitable del Paso del Diablo.