Julio Cortázar en el matasellos
Grandes Escritores Invitados / Reseñas
por: VÍCTOR NÚÑEZ JAIME
fuente: elpais.com
Julio
Cortázar se sentaba ante la máquina para escribir sus cartas y dejaba correr
“el vasto río de los pensamientos y los afectos”. No le gustaba, sin embargo,
guardar copias: “Hay que conocer muy mal a los cronopios para imaginar que
guardan cartas”, le dijo en 1962 al director de cine Manuel Antín. En sus
misivas, Cortázar contaba a sus familiares, amigos, editores y traductores un
sinfín de vaivenes personales, la creación de sus libros, anécdotas de viaje,
opiniones políticas o literarias: el reflejo de su época y su generación
intelectual.
Estas Cartas
(Alfaguara) llegan en forma de una edición aumentada (con más de 1.000
cartas nuevas), ampliamente corregida y completada. Quien recorra este
auténtico legado epistolar del autor de Rayuela asistirá por
primera vez no solo a la gestación de algunos de sus libros mayores (Bestiario,
Historias de cronopios y de famas o el propio Rayuela), sino
también al nacimiento, consolidación y final del boom de la
literatura latinoamericana, del que se cumplen 50 años.
Después
de la publicación en 2009 de Papeles inesperados, una colección de
capítulos de libros, prólogos, artículos y cuentos inéditos hallados un día en
una vieja cómoda, Aurora Bernárdez y Carles Álvarez García se propusieron
corregir y aumentar, mediante un exhaustivo rastreo, los tres tomos ya
publicados con la correspondencia del escritor argentino. El resultado son
estos cinco volúmenes con más de 3.000 páginas que se leen como un diario o un
relato autobiográfico.
Muchas
de estas cartas ofrecen detalles específicos del mundo cortazariano. Una vez
Paul Blackburn, su traductor al inglés, le preguntó de dónde salieron los
cronopios, “esos seres arquetípicos que se oponen a la fama”. Y el escritor
respondió: “¿Cómo puedo saberlo? Yo estaba en el Teatro de los Campos Elíseos
escuchando música y llegaron los cronopios. Simplemente llegaron, en cuerpo y
alma. La única diferencia con la forma definitiva es que al principio eran más
bien algo parecido a globos verdes y húmedos. Sus características humanas
aparecieron después”.
Hay,
también, reclamos cariñosos. Cortázar le dice al editor Francisco Porrúa:
“Hasta hace poco el silencio tenía un solo nombre en español, ese. Ahora se
llama Porrúa, existe un silencio Porrúa, yo vivo desde hace un mes envuelto en
una gran masa de silencio Porrúa. (...) Me basta mirar el abigarrado montón de
mi fan-mail y las facturas a pagar para darme cuenta de que siempre
hay un agujero cuadrado entre tantos colores, el silencio Porrúa con su
estampilla de viento. (...) ¿Vos realmente podrías explicarme qué carajo pasa?
Pero tomaré la delantera, te aplastaré con la arrolladora fuerza de mi
generosidad, te escribiré una larga carta llena de consultas, dándote trabajo,
obligándote a pedir expedientes y archivos, a dictar telegramas, a consultar
asesores, te privaré de tu cafecito de las diez y media y de tu cinzano con
bitter de las once y veinticinco. (...) Ahora me estoy divirtiendo mucho
con Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, que
trata del ambiente habanero que conocí bastante a fondo”.
Y
hay, además, cartas y tarjetas postales dirigidas a Aurora Bernárdez, viuda y
albacea de Cortázar, algunas respetuosas, algunas divertidas y otras sobre los
trámites de su divorcio. Los tomos incluyen índices onomásticos y notas al pie
con los datos relativos a publicaciones bibliográficas y hemerográficas.
Carles
Álvarez explica que en estos cinco volúmenes se muestra “cómo fue la
construcción del individuo desde varias perspectivas: la ideológica, la
estética, la sentimental... Sin llegar nunca (o muy raramente) a la confesión
íntima (...) A mí me divierten las trifulcas con algunos editores y las
discusiones con algunos traductores, pero si hubiera que destacar un rasgo
dominante es el de la amistad que en muchos casos sobrevive décadas y en otros
pocos se interrumpe súbitamente y sin mayores explicaciones”.
Saignon (Vaucluse). 10 de mayo de
1967
A Roberto Fernández Retamar en La
Habana
Mi querido Roberto:
Te debo una carta, y unas páginas
para el número de la Revista que tratará de la situación del intelectual
latinoamericano contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me
resulta más sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde
un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas
cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que
el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces que una vez más
estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después de habernos apoderado
con gran astucia de los dos mejores asientos, con probable cólera de Mario,
Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, reanudamos aquella conversación que me
valió pasar tres maravillosos días en enero último, y que de alguna manera no
se interrumpirá jamás entre tú y yo.
Prefiero este tono porque
palabras como "intelectual" y "latinoamericano" me hacen
levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan en
seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas
(iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis
años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que
escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por
todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran
esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual
latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa
clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los
hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta
realidad que nos agobia (¿ realidad esta pesadilla irreal, esta danza de
idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los
juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme un intelectual
latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que
quiero decirte aquí. Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentro
de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente
moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi
nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras. El
que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el
hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que
sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana
voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y
satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a
reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por
Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se
deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me
apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que
latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún
valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los
nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han
reprochado muchas veces mi "alejamiento" de mi patria o, en todo
caso, mi negativa a reintegrarme físicamente a ella.
En última instancia, tú y yo
sabemos de sobra que el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el
de la paz fundada en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de
cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es
aquí donde un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una
perspectiva diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable
dialéctica del challenge and response cotidianos que representan los problemas
políticos, económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato
de todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por
decirlo así más planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la
fuerza concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a
veces insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de
vista de la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos Aires
que en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí
no se trata de información sino de visión. Como revolucionario cubano, sabes de
sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos de tu
país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que debes obrar e
incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega tu vida y tu
destino personal a la par de la vida y el destino de tu pueblo, es a la vez
contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque tu batalla es la de
la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender a otra cosa que
a la línea de fuego.
No se me escapa que hay
escritores con plena responsabilidad de su misión nacional que bregan a la vez
por algo que la rebasa y la universaliza; pero bastante más frecuente es el
caso de los intelectuales que, sometidos a ese condicionamiento circunstancial,
actúan por así decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de ideales y
principios universales para circunscribirlos a un país, a un idioma, a una
manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y teóricos,
en las "ciudadanías del mundo" entendidas como un medio para evadir
las responsabilidades inmediatas y concretas "Vietnam, Cuba, toda
Latinoamérica" en nombre de un universalismo más cómodo por menos
peligroso; sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar en
lo que nos ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier
cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido
de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido
escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba
hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría
seguido la concurrida vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta
entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi
generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las causas por las que me
alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí
solamente, y de manera a título de parangón) creo que la principal sería el
haber seguido desde Europa, con una visión des-nacionalizada, la revolución
cubana. Para afirmarme en esta convicción me basta, de cuando en cuando, hablar
con amigos argentinos que pasan por París con la más triste ignorancia de lo
que verdaderamente ocurre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen
veinte millones de compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la
influencia que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no
se salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas
argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas de
molino subliminales de la United Press y las revistas "democráticas"
que marchan al compás de Time o de Life.
Aquí ya puedo hablar en primera
persona, puesto que de eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo
primero que diré es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la
luz de los párrafos anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor
¿No te parece en verdad paradójico que un argentino casi enteramente volcado
hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse a Francia,
sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí, después de una
década, su verdadera condición de latinoamericano? Pero esta paradoja abre una
cuestión más honda: la de si no era necesario situarse en la perspectiva más
universal del viejo mundo, desde donde todo parece poder abarcarse con una
especie de ubicuidad mental, para ir descubriendo poco a poco las verdaderas
raíces de lo latinoamericano sin perder por eso la visión global de la historia
y del hombre. La edad, la madurez, influyen desde luego, pero no bastan para
explicar ese proceso de reconciliación y recuperación de valores originales;
insisto en creer (y en hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que, si me
hubiera quedado en la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera traducido de
otra manera, probablemente más perfecta y satisfactoria para los historiadores
de la literatura, pero ciertamente menos incitadora, provocadora y en última
instancia fraternal para aquellos que leen mis libros por razones vitales y no
con vistas a la ficha bibliográfica o la clasificación estética. Aquí quiero
agregar que de ninguna manera me creo un ejemplo de esa "vuelta a los
orígenes" ÷telúricos, nacionales, lo que quieras÷ que ilustra precisamente
una importante corriente de la literatura latinoamericana, digamos Los pasos
perdidos y,más circunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como lo entiende
entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por
estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en
quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la
cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor "de
zona", pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo
negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por
falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los
valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba)
contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un
Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible
bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay
circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno,
ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo,
puede derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la
vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya
sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar.
Quedamos, entonces, para volver a
mí que soy desganadamente el tema de estas páginas, que la paradoja de
redescubrir a distancia lo latinoamericano entraña un proceso de orden muy
diferente a una arrepentida y sentimental vuelta al pago. No solamente no he
vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue pareciendo el lugar
de elección para un temperamento como el mío, para mis gustos y, espero, para
lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la vejez, tarea complicada
y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi
condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de una
evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía, y por eso
resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se
alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía
culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán
culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas, traiciones
y logros parciales. Empecé por tener conciencia de mi prójimo, en un plano
sentimental y por decirlo así antropológico; un día desperté en Francia a la
evidencia abominable de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido
la guerra de España y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que
lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar
conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas de
cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas otras,
ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano de los
principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros años del
gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí
otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a
concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había
parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única
corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en
el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir,
en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad
empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la
explotación del hombre por el hombre. Más allá no era capaz de ir, porque, como
te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro todo de la filosofía política,
y no llegué a sentirme un escritor de izquierda a consecuencia de un proceso
intelectual sino por el mismo mecanismo que me hace escribir como escribo o
vivir como vivo, un estado en el que la intuición, la participación al modo
mágico en el ritmo de los hombres y las cosas, decide mi camino sin dar ni
pedir explicaciones. Con una simplificación demasiado maniquea puedo decir que
así como tropiezo todos los días con hombres que conocen a fondo la filosofía
marxista y actúan sin embargo con una conciencia reaccionaria en el plano
personal, a mí me sucede estar empapado por el peso de toda una vida en la
filosofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez más por las vías del
socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente mi situación actual por la que
se pregunta en esta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco en la
revista "Casilla del camaleón" puede mostrar una parte de ese
conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor con su
trabajo.
Pero para hablar de mi situación
como escritor que ha decidido asumir una tarea que considera indispensable en
el mundo que lo rodea, tengo que completar la síntesis de ese camino que llegó
a su fin con mi nueva conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado
por primera vez a visitar tu país, acababa de leer Cuba, isla profética, de
Waldo Frank, que resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un
sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo
aunque en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo
había deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década de
vida en Francia. El contacto personal con las realizaciones de la revolución,
la amistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo
que vi y compartí en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado
tocaba otra vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había
sentido en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la
dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco
preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero
entonces sentí que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco
descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto
el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi
retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución
socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución
latinoamericana. Guardo la esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres
años más tarde, te haya mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se
quedaron en mero goce personal. Ahora me sentía situado en un punto donde
convergían y se conciliaban mi convicción en un futuro socialista de la
humanidad y mi regreso individual y sentimental a una Latinoamérica de la que
me había marchado sin mirar hacia atrás muchos años antes.
Cuando regresé a Francia luego de
esos dos viajes, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces
vago compromiso personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría,
como ha entrado, en un terreno de definiciones concretas, de colaboración
personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de escritor
continuaría el rumbo que le marca mi manera de ser, y aunque en algún momento
pudiera reflejar ese compromiso (como algún cuento que conoces y que ocurre en
tu tierra) lo haría por las mismas razones de libertad estética que ahora me
están llevando a escribir una novela que ocurre prácticamente fuera del tiempo
y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los
propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que,
como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal,
sin la menor concesión, sin obligaciones "latinoamericanas" o
"socialistas" entendidas como a prioris pragmáticos. Y es aquí donde
lo que traté de explicar al principio encuentra, creo, su justificación más
profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir "argentino"
escandaliza a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a clase por
parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado
insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre
novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los premios
argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta anécdota
sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a expresarse de
muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde
poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que
se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no
es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que
han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una
literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una
experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación
de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre
y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo perfecciona.
Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar y cubanizar
por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética los elementos más
heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides hasta Serge Diaghilev,
me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias tangibles, de contactos
directos con una realidad que no tiene nada que ver con la información o la
erudición pero que es su equivalente vital, la sangre misma de Europa. Y si de
Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensayo
aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se afirma soberana por esa
asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra, yo siento que
también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis
espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada sino que
sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en
una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo ÷como de sobra lo
sé yo aunque otros lo nieguen÷ ganan a su vez en amplitud y riqueza, se
recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero.
Por todo esto, comprenderás que
mi "situación" no solamente no me preocupa en el plano personal sino
que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A
salvo por el momento de toda coacción, de la censura o la autocensura que traban
la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados
por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo
al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el
monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este
siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría
por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la
poesía una visión espiritual. Desde el momento en que tomé conciencia del hecho
humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi deber. Pero ya no
creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera
creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto
que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre
la realización individual como la entendía el humanismo, y la realización
colectiva como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión
quizá más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré
expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis
libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy
sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de
un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo ser
indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes
latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de
aperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé
de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no
entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran
los míos. La razón es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor
sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este
momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y
obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación,
aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el
novelista, aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo ellas
contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera
que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un
sentimiento de contacto y cercanía.
Si esto no es aún suficientemente
claro, déjame completarlo con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul
Valéry el más alto exponente de la literatura occidental. Hoy continúo
admirando al gran poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal.
No puede representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la
meditación y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos)
los dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso en la
obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente pero de
una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas contradicciones,
en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribuno
de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo en
todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían Martínez
Estrada y Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese
testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se
respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal
entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y
maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre
desposeídos y martirizados.
Para mí, Roberto, y con esto
terminaré, nada de eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta
comercio con la belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas
horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la
curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que
las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de
volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas
estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del
pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la
inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí una interminable batalla con el
sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo
no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume
decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que
todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer
mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para
los que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer,
en Le Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones de Robert McNamara.
Textualmente, el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué defensa?)
dice esto: "Estimamos que la explosión de un número relativamente pequeño
de ojivas nucleares en cincuenta centros urbanos de China destruiría la mitad
de la población urbana (más de cincuenta millones de personas) y más de la
mitad de la población industrial. Además, el ataque exterminaría a un gran
número de personas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfera
técnica y en la dirección de las fábricas, así como una gran proporción de
obreros especializados." Cito ese párrafo porque pienso que, después de
leerlo, un escritor digno de tal nombre no puede volver a sus libros como si no
hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento
de que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista,
de poeta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos
elementos de mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no
renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda
ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero
todo eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el
cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda
yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico
del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo
como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos
intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las
conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este
oficio de escribir para el que hemos nacido.
Un abrazo muy fuerte de tu
JULIO