"Sin la
máquina del tiempo, soy un viajero que llega del pasado".
—Adolfo Bioy
Casares—
Debe de ser
la primera vez que escribo durante un viaje. Supongo que las condiciones en que
se da esta corta travesía son por demás inesperadas. No digamos oscuras y
turbulentas como el aterrizaje efectuado por el piloto canoso que saluda de
manera amable al abordar; simplemente son sorpresivas.
Mientras la
geografía cambia por la ventana de mi derecha -derecha, siempre derecha- y veo
algunos cerros, recuerdo -sin motivo claro al parecer- la melodía de un
cantante irlandés... "You give me miles and miles of mountains
and I'll ask for the sea...” El intérprete nacido en el territorio del magnífico Oscar Wilde
se aleja luego de mi cabeza.
Es curioso:
he aterrizado y he encontrado un sitio para quedarme muy peculiar. La calle de
mi hospedaje es la misma en que me contaron que se encuentra el hospital en que
una mañana de otoño nací. Nunca fue una de mis calles favoritas; creo que
varios dentistas me provocaron ciertos dolores. También es la vivienda de una
mentora merecedora de gratitud enorme y —acaso lo más extraño de todo— la dirección
de un sitio que nunca conocí, pero que me trae imágenes y voz y sonrisa. Para
acudir en auxilio de mi memoria tomo varias fotos y envío una. Acabo de recordar
que es también la calle en que mi padre aprendió su oficio y mi madre siendo aún niña pasó mucho tiempo.. Es demasiado para
unas cuantas cuadras.
Unas horas
han pasado y el huracán no se ha ido.
Como en un
pueblo que inventé para un viejo cuento, creo que aprendí a ver el paso de los
años más en los rostros que los calendarios. Me asusté cuando alguien me dijo:
"nueve años y tú no has cambiado nada". Se refería al aspecto, pero
aún así el impacto de la sentencia me golpeó. Mucho más luego de recorrer
ciertos sitios: hay más pisos, ladrillos y ventanas desde las que algunos
temerosos espían al mundo, pero menos caras conocidas surgen en la noche.
Una
agotadora actividad física me ha agotado. No estaba en los planes, pero es
grata la satisfacción de subir un cerro, por más minúscula que sea. Es tónico
para el espíritu ver la ciudad a los pies y decir "yo soy ahora la
montaña". Recuerda, además, el fuego siempre asciende.
Mi desayuno
se ha agriado. Acabo de tener la mala fortuna de coincidir en el comedor del
hotel con un -ser ruin, un viceministro del régimen que entró demagógicamente
saludando a todos. Inevitable fue no solo recordar, sino además seguir, lo
expresado por Javier Marías en un artículo que leí hace poco: "Es cierto:
no merecen consideración nuestros gobernantes; yo no le estrecharía la mano a
ninguno si me la ofrecieran, ni siquiera les dirigiría la palabra". Un
fantoche causante de muertes y abuso no es digno siquiera de las normas mínimas
de cordialidad... Ni perdón ni olvido. No puede faltar: un lambiscón que no
venía con él se ha acercado a saludarlo y a ponerse a su servicio, el sumiso deber de ser mercenario o quizás
abogado. Termino unas líneas más y me retiro, el abyecto sujeto ha salido al
balcón a recibir una llamada, tal vez de su gran jefe. No puedo con mi carácter
y esencia: me exalta la idea de que resbale por accidente desde el balcón...
Huracán.
Hay personas
que siempre es bueno reencontrar, amistades forjadas con resplandor, voces que
se oyen diferente por teléfono y que, saben poner el sello de INOLVIDABLE a
ciertos momentos.
Una torre,
tejados, azoteas de las que esta vez no resbalo.
Ya son las
últimas horas. El equipaje siempre es un problema. Nunca uno se va de un sitio
con lo mismo con que llegó; hay algunos demonios y fantasmas que hacen relevo.
Regreso con más libros.
Una caminata
más, canciones que en los auriculares se
encienden en llamas, una captura del lente del siglo XXI y un par de ideas que
se extraviarán en el limbo. Sería espléndido que el vuelo no tenga retraso; el
aeropuerto es frío y pequeño.
Volver, de
aquí a allá o viceversa.
Espera...
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