Hay veces que me deslizo por los tejados de mi mente y
escritura, ocasiones en que brinco y bailoteo en el techo más alto y veo a
todos desde lejos. Cierto es que a algunos les grito y maldigo, pero también
hay varios a los que saludo y quiero que suban a danzar conmigo un rato y reír.
De repente, arriba en el cielo, abajo en el mundo, o más abajo en el infierno,
noto algo más y pierdo el equilibrio, y resbalo y me mancho de sangre. Es
entonces que me doy cuenta de que mis líneas, las de mi rostro y mis textos,
arden y queman pilares, muros y estructuras, es por eso que resbalo.
Algunos arden de pasión, olvido, furia, alegría, uno que
otro mortal, música, crítica, penumbra y reflejo. Intensidad. Por eso aprendí
hace un tiempo a tener compresas de agua fría para calmarme; sé bien que las
tengo en algún sitio, algún baúl o sótano de ficción, pero no siempre las
encuentro para usarlas.
Hay laberintos diseñados con palabras e ideas, en los que me
encierro. Más de una vez he aparecido con el Minotauro y, sentados sin prisa,
hemos divagado para hallar salidas con la filosofía; la mayor parte de las
veces nos hemos perdido más aún, pero de un modo digno.
Cierto es que hay límites en la existencia; tarea de un
Quijote nuevo es descontarlos, esta vez me concentraré en sólo dos: espacio y
tiempo. Ya he resuelto el problema del espacio: me he inclinado al sentimiento
apátrida; Cioran me dijo una vez: “Piensas constantemente porque te falta una
patria. Como no tienes fronteras, el espíritu no tiene dónde encerrarte. Por
tal motivo, el pensador es un emigrante perpetuo”. Resta solucionar el problema
del tiempo: la inmortalidad no puedo garantizarla.
Han llovido sobre mí, como toscas flechas, acusaciones de
ser un compositor díscolo, irritable e inapropiado; yo les sugiero —entre
otras— que me llamen mejor disconforme (lo de “incendiario” cae por su peso),
porque desde la ventana de mi estudio y en mi andar errante veo que el mundo es
sinuoso y hay días que no me gusta.
En ocasiones me doblego —o me doblegan— con el bien el mal:
ojos examinadores, traiciones de humo, sonrisas de luz, dosis de espanto,
letras nuevas, descargas de felicidad inesperada en sitios con velas, manchas
de crueldad, sorpresas gratas, resignación hecha suspiro, sonidos que en
ocasiones son palabras, todo eso y algo más. Pero me rearmo pieza por pieza, llama por llama,
pongo de pie y trazo planes macabros que a veces ejecuto e ilusiones que me
llevan. Cierto es que el arrepentimiento por muchos de mis actos no me ha
visitado por ahora; me inquieta pensar que se encuentre sumando todo para
volver un día galopando y me aniquile o me convierta en sal cuando mire atrás.
Hombre enrevesado. Si mi ser fuera simple, sin
contradicción, sin témpano y volcanes; quizás viviría más (no mejor), no
estaría extraviado en nebulosas ni cartografía confusa, y gotas de cemento no
lloverían sobre mi frente. Hombre enrevesado y a la vez en paz por lo que hace,
vive y siente.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¡fuego!… quiero escribir,
pero me sale fuego.
Compartir